Los Tres Pasajes, nº 17, 1959

Nostalgias y soliloquios de un paseante que va para viejo

Amigo lector de LOS TRES PASAJES:
Para no perder la costumbre, como en años anteriores, voy a trazar unas lí­neas para nuestra revista con el sólo interés de distraer tu atención aunque no sea más que por unos momentos. Ya sé que la empresa no es fácil, pero lo intentaré, y si lo logro, quedaré agradecido al interés que me prestes. Quisiera hablarte de Pasajes; pero ¿qué decirte que te pueda interesar? Si eres joven, dirás, para tu fuero interno, que todo es cuento; si por el contrario, eres mayor, dirás que todo lo has «vivido» como yo. Pues bien: quedará como cuento para los unos, y para los otros, lo repetiremos como si fuera el trozo de una pelí­cula documental con cuadros de más o menos relieve, pero todos reales ¿Por donde empezaré?
Pongamos una fecha cualquiera a un dí­a que salgo de mi casa y, como buen pasaitarra, me dispongo a dar unos paseos dentro del pueblo, despacito y tranquilo como si fuera un enfermo en convalecencia.

Al salir de casa, como si algo interiormente me lo ordenara, me paro de vez en cuando para fijarme en este o aquel edificio lo mismo que en tal o en cual cosa; es decir, me fijo en todo lo que veo para luego hacer mis comentarios sólo y sin que nadie pueda oí­rme ni escucharme.
Una de las primeras cosas que me llama la atención y entretiene a mi pensamiento, es la presencia de ese moderno edificio que se alza frente a la iglesia al cual hoy se le conoce o, por lo menos se la da el nombre de rascacielos de Pasajes. Aquí­ da principio la «documental» y comienza la proyección de cuadros imaginarios, como fieles reflejos de escenas que, aun pasadas a la historia, quedaron grabadas en nuestra memoria como otras tantas cosas que se hacen imborrables.
Así­ vemos, en el mismo terreno donde se alza el «rascacielos», una casita muy pequeña con bar, que era conocida popularmente por el nombre de «Casa de la Marta».
Desde este sitio hasta el conocido por «el puente de la frontera» era una amplia plazoleta que solí­amos usar como campo de futbol en el cual se solí­an celebrar notables y hasta emocionantes partidos, tanto es así­, que en este campo comenzaron a dar sus primeras patadas al balón los que luego fueron destacadas figuras en equipos de importancia. Recordemos a los hermanos Olegario y Miguel Garcí­a, hermanos Amat, hermanos Zala, Sancho (conocido por «Garrote»), Garay, Elizalde, Mochel, Zozaya, Zubiri, Amadeo Labarta, Mendí­a, Martí­nez, Marin, Alejandro Diez, hermanos Lapazarán, Lucio Valverde, Juanito Juanes… y otros muchos que recordarí­a y de los cuales varios murieron. Vayan mis palabras como una oración por ellos con un apretón de manos para los que viven, ya que se sentirán felices, como yo recordando ¡aquellos tiempos!…

Unos años más tarde, cuando ya la edificación se iba apoderando de nuestro suelo, en el lugar del «rascacielos» y desaparecida la «Casa de la Marta» quedó un solar toscamente cerrado, en el que, si seguimos repasando los cuadros de nuestra documental, veremos cómo aquella sociedad que tan popular se hizo con el nombre de «Kabi-Chiki» con su maravillosa organización en las fiestas de San Fermí­n, atraí­a al público de todos los alrededores para admirar el derroche de gracia y alegrí­a que siempre era premiado con grandes aplausos, sin que por ellos se sintieran orgullosos ni dijeran, como ahora se dice pretenciosamente: ¡Ahí­ queda eso! Es que, además de gracia y alegrí­a, habí­a modestia.

Yo, de todas estas cosas como de este terreno guardo un grato recuerdo porque de ellas aprendí­ las costumbres pasaitarras hasta el punto de que un año por las fiestas bailamos el «aurresku» una cuadrilla de amigos bajo la dirección del maestro Zubizarreta «Aucha» y el chistulari «Shantus» (Q. E. P. D.) Ya sé que esto no le importará a nadie (contando que nadie sea alguien alguno), pero es que, al recordarlo, me da pena, porque veo que ahora serí­a más fácil formar un grupo semi-flamenco que otro que pusiera en las notas de sus canciones, tanto de aires vascos como de otras populares, el cariño pasaitarra. ¿Verdad que tú lo ves como yo uno y otro dí­a, desde que nace el dí­a hasta ponerse el sol…?

Así­ pensando cruzo la alameda y me imagino lo difí­cil que hubiera sido hacerlo hace cuarenta años, cuando sólo era una «charca» cubierta de lodo. Al sentarme en uno de los bancos que dan frente al mercado, en la fachada de éste veo una fecha, 1928, y pienso qué razones habrá para que, desde entonces, nuestro mercado no se haya podido aproximar en fama a la de otros mercados; las suyas habrá, desde luego, pero yo, como pasaitarra, lo siento. Si fijo la vista en la parte izquierda, veo el costado trasero de la iglesia, que con sus rejas, da tanta sensación de pobreza.
Al fondo de la calle, también veo el puente del tranví­a de la frontera que, como los demás puentes, parece que lo hicieron expresamente para destrozar el pueblo. Al fondo izquierda, sigue el grupo de “casas baratas” tan lindas y perennes como hace tantos años, pero que, al compararlas con la manzana que da frente a la parte derecha, me parecen unas casitas de juguete aunque quizá sean más cómodas y sanas. No sé por qué, pero un sentimiento extraño me obliga a admirar tanto a las una como a las otras.

Abandono mi banco y me dirijo hacia la rí­a (marea alta); la marea está baja. Otro banco se cruza en mi camino como invitándome a reposar; y así­ lo hago, desdoblo el periódico que llevo en la mano y me dispongo a leer. Pasan unos breves momentos y me doy cuenta de que algo hay que me distrae y me molesta: es un olor penetrante y malo. Miro hacia la parte de donde viene el olor y pienso, entre otras muchas cosas, en los años que la rí­a está en la misma forma, en los malos ratos que pasarán los vecinos de las antiguas «diez casas», en las veces que nuestros concejales prometieron preocuparse del saneamiento, en los honores que recibirí­a el que tal consiguiera y en lo hermoso que serí­a poder construir encima un parque para recreo de niños, ya que, poco a poco, no les va a quedar ni sitio para jugar a canicas. Ya sé que muchos me diréis que para eso está la alameda; pero yo os contesto, como muchos contestarán conmigo, que la Alameda no reúne condiciones para que los niños practiquen sus juegos sin miedo a las caí­das ni a los golpes. Los niños, para sus juegos, necesitan arena, verde y flores; la primera, para que tracen sus primeros dibujos, como iluminación de sus pensamientos; la segunda, como sí­mbolo a la esperanza de un mañana y la tercera para dar color y perfume al ambiente que respiran. Para el niño hay que desterrar a los terrenos duros.

Y, con esto, termina mi colaboración para la revista LOS TRES PASAJES, pensando, por último, que si distraje tu atención, como pretendí­a, mi satisfacción será grande; mas si, por el contrario, no logré más que tu censura, te pido perdón, diciéndote, como el niño que recibe un castigo: ¡No lo haré más!

Oznerol